COP30: ¿un punto de inflexión o un gran mercado climático en la Amazonía?

Entre el 10 y el 21 de noviembre, delegaciones de todo el mundo se reúnen en Belém (Brasil) para debatir políticas que ayuden a recortar emisiones y a no alejarse demasiado de las metas acordadas en París 2015. La reunión es un crisol de contrastes entre quienes defienden la urgencia climática planetaria, quienes insisten en el negacionismo y quienes aprovechan el contexto para hacer negocio.
La celebración de la cumbre del clima en Belém -la COP30– abre una nueva ventana de esperanza para promover la acción global contra el cambio climático, pero también deja al descubierto un conjunto de contradicciones que cuestionan su coherencia y su eficacia.
La Amazonía, escogida como sede para subrayar la urgencia de proteger el mayor bosque tropical del planeta y de escuchar a las comunidades que lo habitan, es un marco simbólico que hace que esas contradicciones sean más visibles que nunca. Por ejemplo, llama la atención que uno de cada 25 asistentes al encuentro de Brasil sea representante de la industria del petróleo, el gas y el carbón, hasta el punto de que hay más representantes de la industria fósil que de cualquier otro país invitado.
Expectativas e incongruencias
La elección de Belém colocó la Amazonia en el centro del debate político mundial. Esa simple decisión generó expectativas significativas: mayor visibilidad internacional de la deforestación, un posible impulso a la financiación para la conservación y el desarrollo sostenible, y la oportunidad de integrar la experiencia y las demandas de comunidades indígenas y locales.
Pero la otra cara de la COP30 es menos alentadora. La presencia masiva de grupos de presión de la industria fósil plantea el riesgo de que las conversaciones se desplacen desde la reducción real de emisiones hacia “transiciones” menos ambiciosas que, en lugar de plantear una reducción drástica de combustibles fósiles, insisten en soluciones tecnológicas aún inmaduras o en mecanismos de compensación de dudosa eficacia.
También el país anfitrión ofreció sus propias contradicciones. Pocas semanas antes de la COP30, Brasil autorizó exploraciones petroleras en la desembocadura del Amazonas, una decisión difícil de conciliar con la urgencia de proteger el bioma y reducir la extracción de combustibles fósiles. Además, para hacer más accesible la ciudad para los invitados, se emprendió la construcción de una autopista de acceso que atraviesa zonas protegidas, una medida que evidencia una vez más la subordinación de la protección ambiental a los intereses del crecimiento acelerado.
Es decir, el país anfitrión intenta mostrar liderazgo climático en la escena internacional y, al mismo tiempo, trata de conciliar intereses económicos regionales. Pero estas decisiones restan credibilidad a la cumbre y alimentan la percepción de que, aunque se hable de mitigación, en la práctica sigue primando la lógica del desarrollo extractivo.
¿Una transición tutelada por quienes deben transformarse?
A las contradicciones anteriores se suma el hecho llamativo de que otras reuniones del clima se hayan celebrado en países con economías profundamente dependientes del petróleo y del gas. Sin ir más lejos, la cumbre climática anterior -COP29- fue organizada por Azerbaiyán, una potencia petrolera. Que un país cuya riqueza proviene en gran medida de la extracción de combustibles fósiles haya presidido una cumbre cuyo objetivo principal es precisamente reducir su uso genera una disonancia evidente y socava la credibilidad de estas iniciativas.
Estas situaciones paradójicas (estados que tratan de posicionarse como actores indispensables en la “transición energética”, mientras continúan expandiendo o protegiendo sus industrias fósiles como pilares de su economía) transmite la sensación de que las políticas contra el cambio climático están atrapadas en un círculo vicioso: los mismos actores responsables de las emisiones estructuran, condicionan o frenan las políticas destinadas a reducirlas.
Esta aparente instrumentalización de la cumbre alimenta el temor de que la transición energética pueda quedar secuestrada por quienes se benefician del modelo actual. En este sentido, la cumbre es, para las grandes empresas petroleras y los Estados dependientes de combustibles fósiles un espacio privilegiado para presentar “modelos de transición” que no cuestionan la base del problema ni implican la reducción rápida de la extracción de petróleo y gas, con el riesgo de que, bajo la etiqueta de “transición justa”, se perpetúen modelos que mantienen la extracción y delegan la solución en tecnologías aún inmaduras o en compensaciones que no resuelven la pérdida de biodiversidad ni el daño a territorios indígenas.
Frente a esta instrumentalización, la sociedad civil ha respondido con movilizaciones paralelas -foros ciudadanos, la Cumbre de los Pueblos, la llegada de flotillas y marchas amazónicas- que recordaron a los líderes mundiales que no existe acción climática sin justicia social, sin protección territorial y sin inclusión de quienes viven en los territorios más vulnerables. Estas movilizaciones han ejercido presión sobre los negociadores para evitar la retórica vacía y para acordar mecanismos concretos, como fondos directos para las comunidades más afectadas, zonas de exclusión para actividades extractivas y sistemas de compensación justos y verificables.
¿Y después qué?
La verdadera relevancia de esta cumbre dependerá de lo que ocurra después: si los compromisos se traducen en decisiones concretas -frenar el extractivismo, condicionar inversiones, cerrar puertas al greenwashing, asegurar que la financiación climática llega de forma directa a las comunidades locales, proteger áreas críticas…- o si, como tantas veces, las palabras se diluyen una vez finalizado el encuentro.
Si prevalece la lógica extractiva del corto plazo, la cumbre puede quedar reducida a un ejercicio simbólico. Si, por el contrario, la presión de la ciudadanía y la atención mediática logran condicionar decisiones políticas y económicas que reduzcan la presión sobre la Amazonía y garanticen justicia para sus pueblos, Belém podría ser un pequeño punto de inflexión hacia compromisos climáticos más ambiciosos.
Lo que ocurra en el corto o medio plazo confirmará si las cumbres climáticas siguen siendo parte del problema o si, finalmente, comienzan a ser parte real de la solución.


