La judicialización de la experiencia escolar. Riesgos y desafíos
En Chile y en otros países de Iberoamérica se han implementado diversas normativas para garantizar un ambiente escolar seguro y respetuoso, medidas positivas que, indirectamente, han llevado a una creciente judicialización de la vida escolar, generando un ambiente punitivo y de desconfianza que puede ser contraproducente para la convivencia escolar. Para evitar estos riesgos, el autor aboga por el fortalecimiento de la mediación escolar y otras estrategias preventivas que no dependan de la judicialización, para que la cultura de la sospecha no siga colonizando las relaciones sociales en el espacio escolar.
En las últimas décadas, la judicialización de la experiencia escolar ha ido ganando terreno en Chile, reflejando una tendencia preocupante que afecta a todos los miembros de las comunidades educativas. Este fenómeno, que implica la incorporación de dispositivos provistos de una racionalidad judicial en la resolución de los conflictos escolares, surge en un contexto donde la protección de los derechos de las personas y la normativa escolar son primordiales.
El resguardo de los derechos de los estudiantes, docentes y todos los miembros de la comunidad educativa es un pilar fundamental en cualquier sistema educativo. Es así como en Chile y en muchos países de Iberoamérica se han implementado diversas normativas para garantizar un ambiente escolar seguro y respetuoso. En Chile, la Ley de Violencia Escolar 20.536 y la Ley 20.529 para el Aseguramiento de la Calidad de la Educación son ejemplos de esfuerzos legislativos para proteger a los y las estudiantes de la violencia y asegurar una convivencia escolar armónica. La primera ley, define la violencia escolar y establece la “buena convivencia escolar” como un objetivo, e impone sanciones a las escuelas que no cumplen con las normas de convivencia. Por su parte, la Ley 20.529, que opera como política de accountability del servicio educativo que se entrega, además de considerar los resultados educativos o el adecuado uso de los recursos económicos en educación, ha incluido la convivencia escolar, utilizando herramientas estandarizadas y dispositivos públicos para denunciar actos de violencia escolar. Finalmente, la Superintendencia de Educación es la entidad encargada de resguardar el derecho a la educación y el cumplimiento normativo en el mundo educativo. Es quien fiscaliza a las escuelas y maneja un sistema de denuncias que permite, por ejemplo, que los padres puedan reportar maltratos en el ámbito escolar.
Estas normativas buscan crear un entorno educativo donde los derechos de todos los miembros de la comunidad escolar sean respetados. Sin embargo, la implementación de estas leyes ha llevado a una creciente judicialización de la vida escolar, donde conflictos que anteriormente se resolvían desde un foco más formativo, ahora se tratan con lógicas más judiciales y punitivas o se trasladan hacia afuera del espacio escolar.
El tratamiento interno de estos conflictos se ha traducido en la definición de una serie de protocolos de actuación frente a éstos y la tipificación de las evidencias que serían necesarias de considerar para abordarlos. Algunos reportes mencionan que estos procesos irían en aumento posteriormente a la creación de esta institucionalidad fiscalizadora, sobre todo, después del retorno a la presencialidad educativa luego de la crisis sanitaria a causa de la pandemia del COVID-19.
Un aspecto que ha surgido en este marco institucional de resguardo de derechos es el empoderamiento que han tenido los padres y apoderados en la dinámica escolar en los establecimientos educativos. Empoderamiento que ha ido generando gran temor en el mundo docente y directivo, lo que se ha traducido en una permanente preocupación de no cumplir con la normativa y vulnerar algún derecho, a sabiendas de las consecuencias que éstas podrían traerle a ellos y a la escuela (castigos y multas).
La nueva normativa entrega a los padres la posibilidad de presentar denuncias ante la Superintendencia de Educación cuando consideran que se vulnera algún derecho en el marco de la educación que reciben sus hijos. Una vez presentada la denuncia, los padres son parte del proceso de investigación llevado a cabo por la escuela; lo que incluye entrevistas y presentación de pruebas.
El correlato institucional de estas denuncias implica una serie de procesos que se realizan en las instituciones educativas. Por ejemplo, a nivel institucional significa la destinación de tiempos para que los directivos y docentes se dediquen, algunas veces de manera casi exclusiva, al procesamiento de estas denuncias y recopilación de antecedentes para el debido proceso. Ahora bien, a nivel intersubjetivo se observa que comienza a operar una cultura de la sospecha entre los miembros de las comunidades educativas, donde se va intensificando la desconfianza respecto del actuar del otro. Toda esta situación, con la consiguiente recopilación de evidencias va intensificando tareas administrativas en la escuela. Es más, los actores educativos comienzan a actuar en concordancia a la suposición de que el otro me puede denunciar, por lo que el trabajo de recopilar evidencias ha comenzado a primar en muchos centros educativos para no llegar a ser identificado “en falta”.
Por otra parte, las escuelas comienzan a percibir a los apoderados como problemáticos, describiéndolos como exagerados, insistentes y sobreprotectores de sus hijos, lo que va en sintonía con lo que algunos han escrito sobre la paternidad de la “generación de cristal”. Esta percepción puede generar tensiones adicionales entre la escuela y los padres.
De esta forma (y a pesar de que el resguardo del derecho educativo tiene un origen genuinamente positivo y necesario para el adecuado funcionamiento de una institución social tan relevante como la escuela), la judicialización de la experiencia escolar también empieza a mostrar varios efectos negativos. En primer lugar, transforma la escuela en un espacio de vigilancia y control, donde las relaciones entre sus actores se ven mediadas por el temor a sanciones legales. Aunque esta medida busca proteger a los distintos actores educativos, también ha generado un ambiente punitivo y de desconfianza que puede ser contraproducente para la convivencia escolar.
Esta forma de procesar los conflictos y las diferencias, de alguna forma, estaría también exacerbando el individualismo en las relaciones educativas, ya que fomenta una cultura de la desconfianza, donde cada individuo buscaría proteger sus propios intereses en lugar de trabajar colectivamente para resolver los problemas del colectivo. Esto va en contra de los principios de cooperación y comunidad que son esenciales para una educación integral y democrática.
Relaciones educativas en contextos de desconfianza y de un descentramiento del foco educativo por parte de docentes y directivos (en la búsqueda, por ejemplo, de evidencias del cumplimiento de protocolos establecidos), pueden estar impactando también en una disminución de la calidad educativa y en la promoción de un ambiente escolar menos propicio para el aprendizaje académico y social.
De todas formas, uno de los efectos más preocupantes de la judicialización de la experiencia escolar es su impacto en la formación de habilidades interpersonales. La educación del siglo XXI requiere que los y las estudiantes desarrollen competencias como la empatía, la resolución de conflictos y la colaboración. Sin embargo, un entorno escolar judicializado dificulta claramente el desarrollo de este tipo de habilidades.
En un ambiente donde los conflictos se resuelven a través de un proceso judicial, los y las estudiantes no aprenden a manejar sus diferencias de manera constructiva. Esto es especialmente problemático en un mundo cada vez más complejo donde las habilidades interpersonales son valoradas tanto en el ámbito personal como profesional.
Finalmente, aunque la protección de los derechos de estudiantes y docentes es esencial, es crucial encontrar un equilibrio que permita resolver los conflictos de manera interna y constructiva. La dependencia excesiva en los procedimientos de tipo judiciales no solo sobrecarga la labor docente, sino que también socava la capacidad de las escuelas para formar ciudadanos capaces de manejar sus diferencias de manera pacífica y colaborativa.
Para enfrentar estos desafíos, es necesario promover políticas educativas que fortalezcan la mediación escolar y otras formas de resolución de conflictos que no dependan de la judicialización. El en caso chileno, la superintendencia ha ido enfatizando también una función más formativa respecto a su rol en el abordaje de estos temas, promoviendo la mediación como una estrategia preventiva en estas materias. Solo así podremos asegurar que las escuelas sigan siendo espacios de aprendizaje y desarrollo integral, donde los y las estudiantes puedan adquirir las habilidades interpersonales necesarias para enfrentar los retos del siglo XXI.
De seguro, las implicancias de este tipo de procesos educativos que impactan en la cultura escolar y en las subjetividades de sus individuos están recién en proceso de configuración. Esperemos que la cultura de la desconfianza y la sospecha no sigan colonizando las relaciones sociales en el espacio escolar.
Así mismo, confiemos en que la identidad docente sea capaz de adaptarse a este nuevo desafío sin tampoco descentrarse. Recordemos que, hace algunas décadas atrás, cuando la educación secundaria comenzó a masificarse y empezó a poblarse de un “nuevo público escolar”, el cuerpo docente vio tensionado su quehacer. Ante los nuevos desafíos que implicaba educar en ese nuevo contexto, su relato comenzó a poblarse de alusiones que daban cuenta de un nuevo imperativo respecto a su rol: ya no solo eran docentes, sino también algunas veces se sentían padres, psicólogos, trabajadores sociales y hasta enfermeros. Esperemos que ahora no se les agreguen funciones propias del mundo judicial como peritos, detectives, jueces o abogados.
Jorge Castillo Peña. Sociólogo chileno, experto en Educación y Desarrollo Humano. Miembro del consejo asesor del Observatorio de la Escuela en Iberoamérica (OES).
Referencias
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