Educar para producir sentido

31 octubre 2024
La producción de sentido es un proceso que se inicia en la familia, el lugar donde niños y niñas reciben sus primeras gafas para leer el mundo y donde se plantan los cimientos de su sistema de valores (img.: iStock).

Decía Octavio Paz que José Vasconcelos, el impulsor de la escuela pública en México, sabía que toda educación entraña una imagen del mundo y reclama un programa de vida. Dicho de otro modo, toda educación entraña una producción de sentido. En este artículo, continuidad de otro en el que esbozaba las claves de la escuela de sus sueños, Frei Betto profundiza en la producción de sentido, que constituye uno de los pilares de una escuela que cuida.

La educación debería, antes de nada, ser un método de producción de sentido. Es lo que imprime consistencia a la vida. Sin embargo, los recursos capaces de inducirla en esta dirección están siendo puestos de lado: la enseñanza de filosofía y sociología, de literatura y artes, la introducción al universo de las religiones, etc. El pragmatismo vence a la contemplación; el exceso de teoría, a la acción.

El sentido, como propuesta de vida ética y altruista, da lugar a la oportunidad. Lo que es objeto y está fuera -el dinero- pasa a generar más motivación que los valores estructuradores de la subjetividad. Ese vacío abre espacio a una profesionalidad vulnerable a la antiética, al arribismo y alpinismo social a toda costa.

La producción de sentido es un proceso que se inicia en la familia. Es de la familia de donde el niño recibe sus primeras “gafas” de lectura del mundo, de su lugar en él, de su relación con los demás. En ella se asientan o no el prejuicio, la discriminación, el respeto por lo distinto, la reverencia a los mayores, los preceptos religiosos, en fin, se determina el sistema de valores.

La escuela, cuando elige su material didáctico, su pedagogía y su profesorado, utiliza esa materia prima para sedimentar hábitos y costumbres. O simplemente la tira debajo de la alfombra, como si el conocimiento no tuviera su referencia primordial en este campo físicamente más cercano y psicológicamente más lejano: el autoconocimiento, como enseñó el oráculo de Delfos, y, por deducción, el conocimiento de los demás, de la naturaleza y de Dios.

El yoga es un arte que enseña a pensar, y a pensar en lo que se piensa. La contemplación silencia la mente, burila los valores, sobrepone el corazón a la razón, cultiva la fe como virtud de la inteligencia. Así como el arte hace que la emoción preceda a la razón, la producción de sentido es esa tela invisible que, como una cuerda, nos permite convertirla en el tendedero de nuestros conocimientos. Alineados, ganan un sentido, una dirección e indican un rumbo: el de la mejoría colectiva e individual de nuestra humanidad (lo que es una tautología, pero necesaria).

Producir sentido es enseñar a niños y jóvenes a que se cuestionen, manifiesten dudas, pongan en jaque sus convicciones, cultiven la vida interior, abracen la ruta que les conduzca a las fuentes y a los límites de la existencia. Porque solamente el sentido hace que se superen las adversidades, atenuando el sufrimiento. Este es mucho mayor cuanto menos incorporado se halle al sentido de nuestro existir. Pero resulta inevitable, como notó Siddartha Gautama hace veintisiete siglos.

Si eso es así, el sentido debería ser objeto de producción obligatoria. Sobre todo porque, como dijo Gandhi, solo hay razón para morir por una causa que justifica nuestro vivir. Quizá el vacío de ese pragmatismo desprovisto de sentido explique nuestro creciente miedo a morir. Incluso de envejecer. Queremos, a toda costa, prolongar la juventud a través de innumerables recursos, que van desde las dietas anoréxicas a la cirugía estética. Como si todo eso frenara el ritmo del tiempo y nos ofreciera una segunda oportunidad. Porque muchas veces no tenemos claridad de qué hacer con la primera, excepto atarla a un juego inútil de vanidades y ambiciones, que abren un profundo foso entre nuestra existencia y nuestra esencia.

Afortunadamente, agoniza el modelo escolar que se basa en programas centralizados y de larga vigencia; concepto europeizado de cultura; unificación nacional/cultural a través de la educación. Ahora, esta es desafiada a aprender a lidiar con la diversidad cultural, el pluralismo de opiniones y creencias, la integración mediática.

La educación no debería ser reflejo de la racionalidad sistémica que proclama la supremacía del capital sobre los recursos humanos y ambientales, y de la propiedad privada sobre los derechos de la comunidad. Es desafiada a subvertir la racionalidad de una sociedad canibalizada por el imperio del mercado.

“Mientras el sistema neoliberal busca multiplicar consumistas, la educación se empeña en formar ciudadanos.”

Hay que intentar reducir la contradicción entre los paradigmas neoliberales vigentes en la sociedad y el contenido escolar. Mientras el sistema neoliberal, sobre todo por medio de la publicidad mediática, busca multiplicar consumistas, la educación se empeña en formar ciudadanos. Para el primero, el individuo resulta mucho más capaz cuanto más competitivo y centrado está en sus propios intereses. Para la educación, se trata de formar personas solidarias, altruistas, generosas.

El sistema es autorreferente y se basa en una lógica implacable; la educación infunde el espíritu de tolerancia en un mundo caracterizado por la diversidad cultural.

La globocolonización ejerce impactos contradictorios en las culturas locales. Por un lado, refuerza relaciones de dominación, disemina la hegemonía cultural e intensifica el mimetismo. Crea la retracción de las expresiones artísticas y culturales al margen de los recursos mediáticos; corroe utopías y proyectos a largo plazo; favorece el fundamentalismo como forma de compensar la exclusión.

Por otro lado, estimula el diálogo planetario, señaliza la diversidad cultural, instiga a la práctica de los derechos humanos y de la protección ambiental, hace que los conocimientos universales sean releídos según singularidades locales.

Es necesario poner fin a la “simultaneidad sistémica”. No todos los educandos tienen la misma capacidad de aprender las mismas cosas. Lo que interesa al alumno del interior de la Amazonia seguramente no es lo que atrae al del centro de la Ciudad de México. A los currículos transversales se deben añadir los currículos regionales adaptados a la realidad de los alumnos.

No hay herramienta más apropiada para introducir a las nuevas generaciones en ese mundo globocolonizado y conflictivo que la educación por medio de la elección adecuada de materiales didácticos. Siempre que la escuela no considere que la cultura es solamente un barniz (refinamiento) de informaciones sobre arte y nociones de estética. Cultura son las acciones humanas sobre la naturaleza y la historia, visiones del mundo, producciones simbólicas, metarrelatos, dinámicas de comunicación e interacción.

Una escuela humanizadora es la de los alumnos, sujetos del proceso educativo, que asimilan prácticas de defensa de los derechos humanos y ambientales, y se convierten en agentes transformadores de la realidad. Esa pedagogía subversiva ‑en el sentido etimológico de invertir desde abajo hacia arriba‑ promueve la autonomía del alumno, vincula aprendizaje y experiencia y contextualiza el saber. En fin, se educa, no solo para obtener el título, sino para la vida.

“No hay opción de neutralidad para la educación. La cuestión es elegir contenidos pertinentes a los valores éticos.”

En un mundo tan desigual en el que los más refinados avances tecnocientíficos conviven con seres humanos condenados al hambre y a la miseria, no hay opción de neutralidad para la educación. Por tanto, la cuestión es elegir contenidos pertinentes a los valores éticos. Se puede enseñar Historia destacando las victorias militares de un país sobre otro o la cooperación entre naciones, los intercambios culturales y las muestras de solidaridad y amistad.

Educar para la vida es hacer que el alumno sea capaz de enfrentarse a situaciones relacionadas con el sexo, las drogas y la violencia; reaccionar a la inseguridad ciudadana y a la incertidumbre ante el futuro; vivir valores éticos; desarrollar el espíritu crítico para interaccionar con los medios; reconocer la importancia de la política como actividad privilegiada a la realización del bien común.

La educación multicultural pasa a ser más importante cuantas más sociedades complejas se tienen, en cuanto a la diferenciación de identidades, intereses, inquietudes y demandas. Es necesario estar abierto a las distintas visiones del mundo, siempre con espíritu crítico.

Los rivales de la escuela son la televisión y el uso indiscriminado del ordenador como simple recurso de entretenimiento individual. La televisión ignora el origen de los saberes, los mezcla, los utiliza continua y convulsivamente en favor del entretenimiento, sustrayéndolos del contexto de donde salen. Ver a famosos bailar flamenco en un programa de variedades no es suficiente para conocer su origen morisco y la influencia gitana.

La televisión rompe la frontera entre lo real y lo imaginario, el saber y la información, el arte y la ciencia. Frente al “éxtasis comunicacional” (Baudrillard) es preciso educar al espíritu crítico y selectivo. Aprender a ver el mundo es tan importante como aprender a leer y escuchar. Es necesario saber leer, no solo las letras, sino también imágenes, sonidos, colores y formas.

Las nuevas generaciones van de la oralidad a la visualidad sin pasar por la escritura. De ahí la dificultad con la hermenéutica de los textos y el raciocinio abstracto. “Ver para creer” es el principio de santo Tomás al límite de la penuria intelectual, lo que, a largo plazo, puede llevar a un pueblo a confundir densidad cultural con densidad tecnológica, sustituyendo esta en detrimento de aquella.

Sin afirmarse como espacio de subversión de esos paradigmas del mercado, cada vez más concentrador y excluyente, la escuela estará vaticinada a convertirse en mero apéndice de reproducción de corderos de una sociedad-rebaño que hace de centros comerciales áreas de ocio. Plantear la escuela como espacio de producción de sentido, de síntesis cognitivo, de formación espiritual del educando, de construcción da ciudadanía y perfeccionamiento de la democracia, es dotarla de recursos didácticos que les permitan a los educandos descubrir las conexiones capaces de asociar persona, familia, pueblo, nación; local y global; sueño y utopía; existencia y felicidad; amor y solidaridad.


Carlos Alberto Libânio Christo, “Frei Betto”. Fraile dominico brasileño, teólogo de la liberación. Trabajó veinte años en educación popular. Ha sido asesor de movimientos sociales, como las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, asesor especial Lula da Silva y coordinador de Movilización Social del Programa Hambre Cero. Ha recibido diversos premios, entre los que destaca el premio Paulo Freire de Compromiso Social, que le fue concedido en el año 2000. Es coautor, con Paulo Freire y Ricardo Kotscho, de Essa escola chamada vida (Editorial Ática), entre otros libros.

Más información

  • Primera parte: La escuela de mis sueños
  • Fuente: Fragmento del capítulo 1 “Material didáctico: instrumento de crecimiento personal y formación de la ciudadanía”, por Frei Betto, en la obra Cómo analizar materiales didácticos. Criterios clave para su selección. Editada por Fundación SM y UNESCO.