El valioso legado educativo del papa Francisco

21 abril 2025
Si cuidamos juntos la casa común, decía el papa Francisco, y cuidamos juntos la educación de nuestras generaciones venideras, tejeremos un futuro más justo y fraterno (img.: Jeffrey Bruno / Wikipedia).

El papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, ha fallecido esta mañana, a las 7:35 h, en la casa Santa Marta del Vaticano, a los 88 años de edad y tras casi doce años de un pontificado radicalmente reformador. A través de su propuesta de ecología integral y de su llamamiento al Pacto educativo global, Francisco nos deja a educadoras y educadores un legado valioso a la vez que una gran responsabilidad, que podemos condensar en las palabras que abren el mensaje de lanzamiento del Pacto Educativo global (PEG): “Educar es un acto de esperanza”.

Al anunciar la noticia, el camarlengo, cardenal Farrell, decía del papa Francisco que “nos enseñó a vivir los valores del Evangelio con fidelidad, valentía y amor universal, especialmente en favor de los más pobres y marginados”. Jorge Mario Bergoglio eligió el nombre del santo de Asís para subrayar su humildad y su opción preferencial por los pobres. Desde el primer momento, su carisma, lejos de discursos altisonantes, se ha manifestado en pequeños gestos y en la coherencia de una vida entregada al servicio, convirtiendo cada acción en un testimonio de la misericordia cristiana.

Francisco reclamó siempre una Iglesia abierta, que no juzgue ni condene, sino que abrace con compasión a todos los seres humanos, con especial atención a quienes viven en las periferias de la sociedad: los marginados, los refugiados, los migrantes, los enfermos. Esa cercanía se tradujo también en un estilo de gobierno más consultivo, con sínodos que escuchan las voces de obispos, religiosas, laicos y jóvenes.

En su fecundo período al frente de la Iglesia, el papa ha dejado una huella indeleble: una Iglesia más cercana, un planeta un poco más escuchado y una educación que no teme mirar al futuro con esperanza.

El legado educativo

Más allá de su admirable testimonio de vida, podríamos concretar el legado educativo de Francisco en dos grandes iniciativas. Primero, en su propuesta de una “ecología integral”, a través de la encíclica Laudato si’, de 2015, inspirada en el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís y, segundo, en su convocatoria de un Pacto educativo global (PEG), en 2019, que invitaba a todos los agentes educativos a recorrer un camino, basado en el diálogo y la escucha atenta, para “promover un nuevo tipo de educación, que permita superar la actual globalización de la indiferencia y la cultura del descarte”.

En la encíclica Laudato si’, motivada por la indiferencia general ante la crisis climática, el papa traza lazos de interdependencia entre el cuidado de la casa común y la justicia social: no basta cuidar el aire, el agua y la tierra, sino también defender la dignidad de las personas empobrecidas o amenazadas por el cambio climático. Su mensaje, claro y urgente, llama a repensar nuestro modelo de desarrollo: “Todo está conectado”, afirma, instando a adoptar un estilo de vida sostenible, a promover energías limpias y a responsabilizarnos como custodios de la creación.

La encíclica critica la cultura del descarte e invita a educar a las nuevas generaciones para que dejen “un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá”. Ocho años después, la exhortación apostólica Laudate Deum profundizaría en sus preocupaciones por el cuidado de la casa común e insistiría en la urgencia de pasar a la acción porque “con el paso del tiempo advierto que no tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre”.

El PEG: Una brújula educativa para una nueva realidad

En septiembre de 2019, el papa Francisco lanzaba la invitación a sumarse a un Pacto educativo global, una alianza educativa amplia para “formar personas maduras, capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna.” Unos meses después, en marzo de 2020, ante una plaza de san Pedro desoladamente vacía, un papa en solitario rezaba contra la pandemia del COVID-19: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. […] Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo.” Estas palabras fueron proféticas. Pudimos constatar, dolorosamente, que los males globales no entienden de fronteras, y que en nuestra aldea global los problemas no se pueden resolver con remedios locales: hace falta cooperación mundial, anticipación y una amplia perspectiva para abordarlos.

La crisis generalizada que vivimos ha puesto en el primer nivel la cultura del cuidado. Frente al paradigma competitivo, el del cuidado plantea una nueva ética desde el servicio a los demás, una ética samaritana, que es lo que nos hace realmente humanos. Por ello es tan relevante la llamada del Papa a un gran pacto para crear una “aldea educativa global”, porque la educación, con perspectiva global, es el mejor instrumento que tenemos para preservar el futuro de la humanidad y del planeta y, por tanto, para anticiparnos frente a los desafíos globales. Y ese es uno de los grandes mensajes del PEG, la necesidad de anticiparnos, como nos recuerda el Instrumentum Laboris: “La crisis ambiental y relacional que estamos viviendo puede ser afrontada dedicando atención a la educación de quienes mañana están llamados a custodiar la casa común”.

El PEG no es una nueva causa hermosa a la que adherirse, ni menos aún un conjunto de recetas o un programa para implementar, sino un itinerario para la transformación: de la persona, de la sociedad y de la propia escuela. Es una brújula poderosa para orientarnos en este momento confuso e incierto: nos marca el rumbo a seguir, nos señala el para qué. Y como nos decía Víctor Frankl, parafraseando a Nietzsche, quien tiene un para qué siempre encuentra el cómo.

El PEG es, por tanto, una propuesta para renovar radicalmente la escuela. Una renovación inspirada en la cultura del cuidado, la ecología integral, la fraternidad y la paz, que permita ofrecer una educación inclusiva y de calidad para formar a las ciudadanas y ciudadanos globales que demanda la nueva realidad: una ciudadanía activa, competente, comprometida, consciente del sufrimiento, participativa, creativa, orientada a la acción, capaz de leer la realidad y de actuar sobre ella colaborativamente.

Para lograrlo, el PEG nos recuerda que vivimos un cambio de época, y que todo cambio requiere un camino educativo que debemos recorrer juntos.

  1. El primer paso de este camino es tener la valentía de colocar a la persona en el centro, en relación con las demás personas y con la realidad que las rodea. Esta es la base de la “ecología integral”.
  2. Otro paso es invertir las mejores energías con creatividad y responsabilidad. Para esto hace falta el encuentro en la diversidad y el trabajo en red.
  3. El tercer paso nos señala la meta: “Formar personas disponibles que se pongan al servicio de la comunidad”. Es decir, esa ciudadanía activa, capaz de ver el sufrimiento y de actuar proactiva y positivamente para lograr un mundo más fraterno, inclusivo, justo y sostenible.

¿Cómo se lleva a la práctica?

El PEG no es un compendio de buenas intenciones, porque para mejorar el mundo no bastan los buenos principios: se necesitan buenas acciones, orientadas a generar cambios que sean útiles y eficaces. Es una invitación a unir esfuerzos para formar a una ciudadanía capaz de vivir en la sociedad y para la sociedad. Por ello, nos propone siete compromisos para la acción:

  1. Poner a la persona en el centro. Contra la cultura del descarte, poner en el centro de todo proceso educativo a la persona, para hacer emerger su especificidad y su capacidad de estar en relación con los demás.
  2. Escuchar a las jóvenes generaciones. Escuchar la voz de los niños, adolescentes y jóvenes para construir juntos un futuro de justicia y de paz, una vida digna de toda persona.
  3. Promover a la mujer. Favorecer la plena participación de las niñas y las jóvenes en la educación.
  4. Responsabilizar a la familia. Ver en la familia al primer e indispensable sujeto educador.
  5. Abrirse a la acogida. Educar y educarnos en la acogida, abriéndonos a los más vulnerables y marginados.
  6. Renovar la economía y la política. Estudiar nuevas formas de entender la economía, la política, el desarrollo y el progreso, al servicio del hombre y de toda la familia humana en la perspectiva de una ecología integral.
  7. Cuidar la casa común. Custodiar y cultivar nuestra casa común, protegiendo sus recursos, adoptando estilos de vida más sobrios y apostando por las energías renovables y respetuosas del medio ambiente.

Pero es importante ser conscientes de que las grandes transformaciones educativas nunca vienen de fuera: la escuela solo se tranforma desde dentro. Por ello, toda renovación radical de la escuela debe apoyarse en una reflexión compartida con toda la comunidad educativa. Como decíamos, el PEG es, ante todo, una invitación a esa reflexión compartida, para generar cambios útiles y eficaces.

Si algo puede debilitar la fuerza de esta propuesta es quedarnos en hermosas declaraciones que no lleguen a impactar en el día a día de la escuela. Como advierte el documento Instrumentum Laboris: “No podemos ignorar que el discurso sobre la centralidad de la persona en cada proceso educativo corre el riesgo de volverse sumamente abstracto si uno no está dispuesto a hacer algo.”

  • Para ello, lo primero es la convicción de que este es un camino que merece la pena recorrer, y asumir con realismo la dificultad de este gran reto. Hay que huir, sobre todo, del voluntarismo, de ese pensamiento mágico tan extendido de que todo es posible si nos lo proponemos. No es verdad.
  • En segundo lugar, habrá que asumir que el cambio chocará con las expectativas de algunos docentes y familias, que ya han visto defraudadas sus expectativas ante otras promesas incumplidas, y hay que gestionarlo bien. Por tanto, hace falta un liderazgo participativo que cree las condiciones necesarias para el cambio, y caminar con pequeños pasos, tangibles y medibles, que permitan probar y rectificar, siempre integrados bajo ese marco sistémico que da sentido a la transformación.
  • En tercer lugar, abrir la escuela a la realidad y al entorno. La escuela católica debe ser una comunidad de aprendizaje y de experiencia vital para el alumnado, los docentes y las familias, pero también un foco de transformación que se proyecte en su comunidad local y en la sociedad, para mejorarla.

Y una última clave fundamental, en la que insiste el PEG, es la colaboración y el trabajo en red, inter e intrainstitucional.

Por último, para que el PEG sea realmente útil como palanca de transformación educativa, es necesario conectarlo con la realidad que vive la escuela, en diálogo con su identidad y hacer partícipe a la comunidad educativa. El pacto insiste en la integración de las familias, en el trabajo en red con otros agentes educativos, porque el futuro es tan complejo que nadie puede abordarlo solo. Como pedía el papa en el lanzamiento del PEG. “busquemos juntos las soluciones y miremos al futuro con esperanza.”