La educación como resistencia

La autora de este artículo trabaja por la defensa del derecho a la educación en las comunidades indígenas, especialmente, en las niñas. Defiende una educación emancipadora, que interprete críticamente la realidad para imaginar y desarrollar estrategias de transformación social que mejoren la vida de las personas en contextos especialmente vulnerables. El artículo recoge un resumen de su presentación en el SIEI 2025, organizado por la Fundación SM.
Deseo compartirles cómo una niña, hace más de 30 años, nació en la circunstancia más adversa, en un contexto y en un país en donde ya le habían gritado cuál era su historia, en donde tenía que repetir exactamente la historia de su mamá, de su abuela, de su hermana, porque su delito fue haber nacido mujer, fue haber nacido indígena. Era la pobre de este país, la indígena. Hasta que tuve el uso de conciencia, empecé a construir mi propio concepto, mi propia narrativa, pero siempre escuché que me nombraban asunto indígena, tema indígena, problema indígena o grupos vulnerables. Y yo pensaba que así era.
Vengo de una comunidad de Oaxaca que se llama Quiegolani, en la sierra, en donde, hace más de treinta años no había luz, ni carretera, ni hospital, ni mucho menos escuela. Mi única posibilidad era una cosa que le llamaban “primaria”, que era un saloncito con piso de tierra; en lugar de pupitres, eran unos tablones. Y mi posibilidad más real y más dura era repetir la historia de mi mamá y de mi hermana. Mi mamá nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela, no sabía leer ni escribir y la sociedad le decía “es que es la costumbre”, “uso y costumbre”. Papá tampoco tuvo oportunidad de ir a la escuela. Mamá tuvo diez hijos. A la mujer que más admiro hoy es a Claudia, mi hermana mayor. La casó papá a los 12 años; a los 13, ya era mamá; a los 31, ya era mamá de 9 hijos. Este país y esta sociedad lo nombró “uso y costumbre”, “es lo que te toca”, “es que así es”, “es que así ha sido”. Y yo pensaba que sí.
No pretendo incidir en la vida de nadie. Deseo contarles la historia de esta niña que un día entendió que nadie va a cambiar su historia más que ella y para eso tenía que romper con todo. Yo tuve que “arrebatar” todo, porque nací con el “no lo hagas”, “no lo intentes”, “estás loca”, “¿cómo crees?”, “eso no te toca”. Un día descubrí mi sí, que merezco mi sí, a pesar de la adversidad, a pesar del dolor. Eso lo descubrí con el poder de la palabra que se llama educación, educación que tuve que arrebatar a la adversidad, porque este país no me la regaló. Este país me dijo “no”. Por eso, camino, lucho y hablo; la herramienta más hermosa para un ser humano se llama educación y es el poder de la palabra. Va más allá de sumar y de multiplicar; es que cada una de las niñas y de los niños sepan que hay otros colores y olores.
La herramienta más hermosa para un ser humano es el poder de la palabra, y se llama educación
Quien me inspiró y me llevó a conocer la palabra sueños fue un maestro, mi maestro Joaquín. Sin él, yo no estaría aquí, por eso me acompaña este libro Los sueños de la niña de la montaña, que es un homenaje a las maestras y maestros de mi país. Mi maestro Joaquín me regaló el poder de la palabra. Ese maestro tenía que caminar más de 12 horas para llegar a un pueblo que ni siquiera este país conocía hace más de treinta años, ¡cuánto era su amor! Ser maestra y ser maestro es como un apostolado, porque construye ciudadanía, construye libertad. No tienen idea de lo que significa para mí, la palabra maestra y maestro.
El primer acto de rebeldía que me enseñó mi maestro Joaquín fue empezar a cuestionar, primero, a partir de pequeñas acciones. El poder de la palabra te enseña a cuestionar eso que habías normalizado, a empezar a decir: “¿por qué tengo que servir a mis hermanos?”, “¿por qué no puedo ir a la cancha del pueblo?”, “¿por qué no puedo jugar canicas?”. Las respuestas eran: “es que eres mujer”, “es que es la costumbre”. Así, en la escuela, mi maestro a mis ocho años me enseñó a gritar, a reírme, a tapar mis oídos y a escuchar otros sonidos. Yo aprendí esta lengua con la que hoy me comunico con ustedes ya grande. Mi lengua materna es el zapoteco. Hoy también le grito a este país para que reaprenda a nombrar mi idioma, porque yo no hablo un dialecto; es el idioma zapoteco. Mi maestro también me enseñó que lo que no se nombra correctamente no se ama, no se defiende, no se empodera y mucho menos se respeta.
Cuestioné aquello que había normalizado, pues en una comunidad no te enseñan a ser niña, sino a a ser mujer: te enseñan a hacer la tortilla, a atender, a poner el nixtamal. Mi maestro me enseñó esas pequeñas acciones; me preparó para ganarle a la adversidad. Aprendí que nosotros, los adultos, somos quienes generamos estereotipos y clases sociales.
“Mi maestro me preparó para ganarle a la adversidad”
Pero ¿cómo se lucha cuando todo el tiempo escuchas no, cuando no te corresponde, cuando tu historia ya está escrita, cuando sabes que al terminar la primaria ya no hay opción? Yo no conocía qué era la secundaria, la preparatoria ni la universidad. Mi única posibilidad era el cuarto de mi maestro lleno de dibujos, la mansión más grande para mí. Imaginen cómo una imagen puede detonar eso que se llama sueño y aspiración.
Entonces, el segundo acto que confiere el poder de la palabra es rebelarse. Cómo se acciona para llegar a ese camino cuando la respuesta de tu entorno es no; cuando sabes que la historia de tu hermana o de tu amiga ya fue escrita. Cuando sabes que la pidieron a los 12 o 13 años y todos lo justifican en nombre del uso y costumbre. Esa era mi historia. Todas las de mi edad en mi comunidad son abuelas. Yo, Eufrosina Cruz, de 46 años, soy orgullosamente mamá de Diego, un niño de 11 años, pero porque lo decidí. ¿Quién es la sociedad para decir qué es la costumbre? ¿Quién es la sociedad para decir si quiero ser mamá o no? Eso es el poder de la palabra, maestras y maestros. Eso es el gran reto de cómo hacer que una niña como yo construya su propia narrativa con el poder de la palabra. A través de ustedes; no hay herramienta, ni política, ni gobierno, más que el poder de la palabra. Rompe todo: rompió mis propios miedos, mis paradigmas; me enseñó a soñar, a que yo tengo derecho de mi sí.
Cuando salí de mi entorno, de mi montaña, a mis 12 años, no fue para olvidar de dónde soy, porque me siento muy orgullosa de ser mujer indígena. Tengo una identidad, todos somos diferentes y lo que buscamos es eso que se llama igualdad de circunstancia. Papá no sabía leer ni escribir, y, a pesar del dolor, el día que salí caminó conmigo. No conocía qué era un autobús, pero se arriesgó y se subió, y llegamos juntos a eso que se llama ciudad. A mis 12 años yo no entendía por qué esa mirada nos dolía e incomodaba. Después, con el poder de la palabra que fui adquiriendo, entendí que lo que viví con mi padre a mis 12 años se llama exclusión y discriminación, y duele mucho. También advertí con el poder de la palabra que quienes nos vieron de manera diferente en ese momento fueron los ignorantes. Esa es la certeza que te da el poder de la palabra. ¿Cómo se sobrevive en un entorno y un idioma que no son tuyos?, ¿en un no automático? ¿Cómo se sobrevive en una sociedad que asegura que tu máxima aspiración es ser la nana o la trabajadora del hogar? Y no es malo ser trabajadora del hogar siempre y cuando tú lo decidas y no tu origen. Por eso hoy también grito que el origen de una niña no puede seguir escribiendo su historia ni sus sueños, sino que en el origen estén sus sueños, por más adversa que sea esa circunstancia. Los invito a decirles a los niños que, aunque el camino es muy difícil, lo pueden lograr; el no ya lo van a tener.
El origen de una niña no puede seguir escribiendo su historia ni sus sueños
En cada acción de mi vida, mi maestro Joaquín estaba ahí. “Tú puedes ganar la partida”, decía. Los niños y las niñas no requieren más que esas palabras. Descubrí que había algo llamado secundaria y preparatoria, y me dije a mí misma “quiero ir”. ¿Cómo?, pues trabajando y estudiando. Mi sueño era comprarme un libro, subirme a un autobús, comerme una torta; nunca pude hacerlo. En esa adversidad tiene que estar una palabra de ustedes. La adversidad es como un vicio, se sobrevive un día a la vez. En esa adversidad dices “tiene razón esta sociedad, tiene razón papá, tiene razón mi pueblo: esto no me toca”. En esa adversidad, hoy grito a los chavos y a las niñas que hasta el dolor y el hambre pasan. Los sueños no caminan por arte de magia. Arrebatar no es un término de soberbia; es ocupar lo que nos toca, ni más ni menos. Eso tenemos que decir a las niñas y a los niños, que arrebaten a la vida lo que les corresponde. Todo el tiempo me dijeron que no podía terminar la secundaria, y la terminé; me dijeron que no podía terminar la preparatoria, y lo hice. Quería ser doctora y soy contadora pública.
Me enteré de un programa que se llamaba Conafe, así que a mis 17 años me convertí en maestra de una comunidad pequeñita. En este tiempo, me di cuenta de cuánto poder tiene la maestra para incidir en la narrativa de las violencias, para visibilizar que no es normal que no se nombre ni se reconozca ese trabajo invisibilizado del hogar, donde todos son responsables.
Yo no creo en los subsidios, creo en la corresponsabilidad del ser humano, porque, cuando te regalan cosas, no te quejas. Pero qué estás haciendo tú para modificar eso que no te gusta. Mi responsabilidad fue cambiar mi historia, quizá la historia de mi familia, pero no el resto. Si mi vida y mi ejemplo sirven para que los otros lo hagan, a todo dar, pero a cada uno le toca caminar para construir sus sueños, llorarlos, reclamarlos, arrebatarlos.
Di un año de servicio en la comunidad de Magdalena Yautepec; eso me dio comida y tres años de beca que me permitieron irme a Ciudad Universitaria de Guayaquil en Oaxaca. Llegué para estudiar medicina, pero no pude. Mi segunda opción era ser abogada, tampoco pude sacar una ficha. Entonces vi contaduría y pude entrar. Entré a la facultad de contaduría pública; me titulé y gracias a esa profesión aprendí que 1+1 sí es dos, pero también son derechos y obligaciones. No solamente es exigir, sino advertir qué estoy haciendo yo para modificar eso que me habían dicho que era mi historia y empezar a cuestionar. ¿Soy asunto indígena, soy un expediente, soy un tema, soy grupo vulnerable? No, soy persona. No soy un expediente, soy rostro. La misma palabra te está victimizando. Lo que se me ha vulnerado son mis posibilidades y mis oportunidades que es muy distinto. Eso es el reto de ser maestra y maestro.
“No soy asunto indígena, ni expediente, ni grupo vulnerable. Soy persona. Soy rostro”
En ese espacio de adversidad, siempre estaba la figura de mi maestro, con la que recordaba que mi sueño a los ocho años era un día poder dormir en una cama, como mi maestro lo hacía, y no en un petate. En la adversidad también se toman las mejores decisiones. Si yo regresaba a mi pueblo, que era lo más fácil, ya sabía cuál sería mi historia; seguramente me convertiría en la esposa de un hombre que ni siquiera conocía y la sociedad lo justificaría por uso y costumbre. Hoy le grito a este país que eso no es uso ni costumbre; eso se llama violencia y abuso sexual. No hay manera de justificar que una niña se case a los 12 años. El único uso y costumbre que yo, Eufrosina, amo y defiendo es mi fiesta, mi mayordomía, mi lengua, mi huipil, pero no el abuso al cuerpo de una niña. Por eso hoy camino este país para construir mi historia. Gracias al poder de la palabra, a mi maestro Joaquín que me enseñó que no soy “grupos vulnerables”, ni víctima; soy posibilidad y tengo derecho a construir mi propia historia.
Así terminé mi carrera; soy contadora pública; tengo una maestría en ciencia política y hoy estoy estudiando mi segunda carrera en la unam, porque quiero ser abogada. Cada eslabón del poder de la palabra te va empoderando, rompe tus miedos. Hace 15 años este país no nos nombraba a las mujeres indígenas. En la Constitución de mi país no existía la palabra mujer y la justificación era la costumbre, derecho consuetudinario, una ley no escrita, la libre autodeterminación. ¿Qué es la libre autodeterminación? Donde no estamos las mujeres. Eso se llama violencia. Hoy, lo grito. Me volví la loca de mi pueblo. Pero ese es el costo de romper paradigmas, de asumir tu responsabilidad. Hoy agradezco esta posibilidad, porque esa niña que un día se atrevió a arrebatar sus sueños nunca imaginó haber cambiado la Constitución de su país, de su estado, de haber estado en la máxima tribuna del mundo en Naciones Unidas sin hablar inglés (y no, no lo hablo todavía). Hoy les grito a las niñas que el idioma no es una limitante para llegar a sus sueños, porque, ese día, el mundo me escuchó a mí y aprobó mi iniciativa. En 2023 esa niña logró que su país nombrara, modificara y sancionara los matrimonios infantiles o equiparables como lo que es: un delito. Ahora nos toca a todas y a todos exigir que se haga realidad ese hecho.
"Cada eslabón del poder de la palabra te va empoderando, rompe tus miedos"
Recuerdo mi sueño de comprar un libro, ahora tengo uno con mi propia historia en mis manos, con el que he tenido la oportunidad de recorrer este país; ya voy por la 12.ª reimpresión. También tengo mi propia Fundación Eufrosina Cruz, cuyo propósito es erradicar los matrimonios infantiles y fomentar la educación para que nunca más una niña llore abajo de una cobija porque su historia ya está escrita. Termino con un párrafo del libro:
- Un olor bonito. Ese era mi mundo, pero llegaba al mundo de mi maestro y olía bonito. No sabía qué era, porque me daba miedo tocar, pero olía bonito. Y me preguntaba cómo le hacía para comprar esas cosas, porque en mi mundo no había desodorante, nadie lo usaba. Eran otras posibilidades. Cuando tu mundo ha sido adverso, el poder de la mente te permite construir tus propias posibilidades. Descubrí que el maestro se ponía algo en la mano o en la cabeza y olía bonito. Cómo le hacía, porque en mi casa no había nada de eso. Y el maestro se baña todos los días y tú no. Y comienzas a aspirar a eso que miras.
Los invito a que les digan a las niñas y a los niños que merecen un olor bonito sin negar su identidad.
Eufrosina Cruz es política y activista mexicana.