La escuela que cuida la dignidad de las personas
La autora de esta comunicación, Cristina Perales, trabaja con las posibilidades y las formas de trabajo que se abren cuando nos situamos en el paradigma o en la perspectiva del cuidado. El texto es la crónica de su presentación en el 17.º Seminario Internacional de Educación Integral (SIEI), celebrado el 24 y 25 de abril de 2024 en Ciudad de México.
Históricamente, el rol social de la educación puede ser entendido en dos lógicas: la escuela inculca en el estudiantado los conocimientos necesarios para insertarse en la sociedad y, otra, la escuela sirve para diferenciar a las personas y saber qué posición ocuparán en esta sociedad. La conocida ilustración “La máquina de la escuela”, del pedagogo italiano Francesco Tonucci (1990) ilustra bien esta idea de la escuela como productora de individuos necesarios para esa sociedad, como fábrica.
Estos roles han sido sumamente debatidos, porque, ¿sabemos cuáles son los conocimientos necesarios para insertarse en la sociedad? Hablamos de conocimientos, de actitudes, de habilidades, de competencias, de aprendizajes fundamentales, y también, sobre todo, de si la escuela es un buen indicador de quiénes vamos a ser posteriormente o, en el contexto de mi investigación, si los mecanismos que tiene la escuela son justos para hablar de esta diferenciación o si en realidad reproducen estructuras que ya estaban.
Además de estos cuestionamientos que se abordan desde muchas disciplinas, o desde la práctica misma, quiero hablar de una idea en particular: ¿esto es lo que necesitamos? Es decir, ¿necesitamos inculcar los conocimientos necesarios para que los estudiantes se inserten en la sociedad? Esta idea de insertarse en la sociedad tiene varias problemáticas. Una es que no estamos seguros de si sabemos cuáles son los conocimientos necesarios, sobre todo con este mundo tan cambiante. ¿Cómo lo hacemos? ¿Es justo lo que hacemos en las escuelas? Pero, sobre todo, está esta pregunta de ¿queremos insertarlos a esta sociedad? ¿Queremos que sean parte de esta sociedad? ¿Los y las estudiantes no son parte ya de esta sociedad?
¿Cómo vamos cambiando estas articulaciones y pensando en términos mucho más amplios de transformación social? En México y América Latina, situaciones como la desigualdad, la violencia, la pobreza, la discriminación, el cambio de las estructuras sociales atraviesan la vida de las comunidades, escuelas, familias y personas, y confrontan la idea de que el fin de lo que hacemos es insertar a los estudiantes en la sociedad, una sociedad que, como les señalaba, es cambiante y demanda a las escuelas respuestas que todavía no tenemos bien construidas.
¿Cómo pensar la convivencia para el cuidado de la dignidad?
Una de las formas que las personas que enseñan e investigan en educación hemos construido para responder a estas demandas y estas necesidades, en términos de justicia social y educativa, es abordar la convivencia como forma de crear comunidades escolares diferentes, a partir de ejes basados en la construcción de paz, en la inclusión, en la equidad y en la participación, es decir, trabajar pedagógicamente con las relaciones que se generan en las escuelas como forma de construir nuevas sociedades. La convivencia se mueve de una posición instrumental —por ejemplo, necesitamos reducir la violencia para aprender matemáticas; necesitamos empatizar con el profesor para poder trabajar lectoescritura— a que las relaciones, y un tipo de relaciones positivas, podríamos llamarlas así, convivenciales, pacíficas, se vuelvan parte del fin de lo que hacemos como escuelas.
En esta noción de convivencia, el cuidado se vuelve un nuevo paradigma, porque es una forma diferente de establecer relaciones, porque se opone a las nociones de explotación y de dominación, de posicionarnos a nosotros únicamente como recursos para la producción, y se centra en la necesidad de mantener procesos de reproducción de la vida. Como lo trabajan personas como Leonardo Boff, Bernardo Toro o Raquel Gutiérrez, por ejemplo. En esta noción de cuidado se sitúa la perspectiva o la noción de dignidad, entendida como la valía de todas las personas solo por el hecho de ser seres humanos, y el respeto que esto genera.
Esta valía puede verse, por ejemplo, en el ejercicio de los derechos humanos que se ponen en práctica en las escuelas, como el derecho a la educación, el derecho a la identidad, el derecho a una vida libre de violencia, el derecho a la participación. A su vez las escuelas debieran preparar para un ejercicio mucho más amplio de estos derechos a nivel social y planetario, estableciéndose como potenciadoras o multiplicadoras de esta dignidad. El cuidado pone al centro esta dignidad y la vuelve relacional, entendiendo nuestra estrecha conexión entre seres humanos y, por supuesto, el ambiente.
Esta noción de cuidado no significa que no importen los objetivos curriculares y tampoco significa ser poco exigentes con nuestros estudiantes o buscar que siempre estén tranquilos o felices. No significa eso porque reconoce que es necesario preparar al estudiantado para que sea capaz de transformar su realidad para cuidar su dignidad y la dignidad de los otros y de las otras.
En una bellísima tesis doctoral de la Universidad Veracruzana sobre el proyecto Care, Itzel Cabrera recupera un diálogo con Yoltzi Nava, quien es hablante del náhuatl y traductora, y ellas hablan de cómo el cuidado en náhuatl tiene dos acepciones (por lo menos en la huasteca veracruzana). Una es este cuidado como prevención del peligro, reducir los peligros de nuestros estudiantes, de nosotros mismos, pero el otro significa abonar.
Esta idea del abono está muy ligada al tipo de cuidado que queremos: abonar, dar lo necesario para que crezca la planta y los seres humanos. Generalmente, nos hemos acostumbrado a que el cuidado se relacione con la minimización del riesgo, especialmente después de la pandemia; sin embargo, es fundamental reconocer que cuidar significa también abonar y guiar el desarrollo. En las escuelas, hay prácticas de cuidado: prestarse los útiles, reírse empáticamente del chiste del otro, trabajar colaborativamente, defenderse frente a las injusticias, negarse a hacer algo que no se comprende o no se quiere trabajar, realizar adaptaciones curriculares. Todas esas son prácticas de cuidado. Sin embargo, estas prácticas en las escuelas suelen estar poco identificadas, reflexionadas, articuladas, incentivadas por los colectivos docentes y escolares, porque, generalmente, nos gana la burocracia y nos ganan los problemas que tenemos día a día.
Entonces, no llevamos a cabo sistemáticamente una labor de cuidado que busque proteger la dignidad de las personas que formamos esta comunidad, por lo que sensibilizarnos sobre la importancia del cuidado no es suficiente. Todos sabemos que cuidar es importante, o, por lo menos, sabemos que es relevante para proteger la vida, pero no es suficiente.
En un libro que coordinamos Cecilia Fierro y yo, que recoge experiencias de pandemia de colectivos docentes latinoamericanos, vimos que la pandemia, a pesar de la crisis, las problemáticas, las pérdidas, el duelo, permitió aperturas para realizar cosas muy interesantes en términos de oportunidades para reflexionar, resignificar y reconstruir lo escolar y lo educativo. Por ejemplo, la imposibilidad de asistir a instituciones escolares evidenció la importancia de estos espacios en las comunidades, destacando no solo su labor curricular, sino su labor de nutrición, de bienestar, de atención (Perales y Fierro, 2024).
Por otro lado, docentes y directivos revaloraron el rol de las familias al tener ellos, como docentes mismos, que ser familia y docentes. Los contenidos curriculares fueron cuestionados y puestos en balanza con otros aprendizajes fundamentales en la vida de niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Finalmente, colectivos docentes tomaron decisiones autónomas de qué hacer para poder mantener el vínculo y la relación con sus estudiantes.
Esa sensibilización es fundamental, valiosísima. Sin embargo, regresamos a las escuelas y a la normalidad, y el cuidado se centró en evitar los contagios, sin posibilidad, en muchos casos, de recuperar lo aprendido, de abonarnos como comunidad para poder transformar esta situación.
¿Cómo hacemos para cuidarnos mediante la transformación social para la dignidad? Voy a recuperar algunas ideas de Sara Motta y Anna Bennet (2018) en esta lógica; sobre todo sus tres planteamientos centrales. Ellas son autoras australianas que trabajan en la educación superior, en especial, en el proceso de cómo involucramos a poblaciones que no están en educación superior y que tienen que ser incluidas. A partir de la reflexión sobre su trabajo, lo que ellas hacen es proponer tres formas de entender el cuidado que a mí me parecen sumamente valiosas.
La primera es entender el cuidado como reconocimiento. Se basa en identificar las características particulares de las personas, pero desde una visión de justicia social y educativa. Estas características particulares se ven colectivamente como fortalezas, no como debilidades.
Se rompe colectivamente esta noción de déficit con la que muchas veces trabajamos en las escuelas; es decir, la diversidad no tendría que ser algo malo, ni siquiera tendría que ser algo que nos cause angustia. Somos todas y todos diversos en esa lógica. Aquí quiero traer a colación uno de los aprendizajes más valiosos que tengo de mi mamá, Cristina Franco, una docente maravillosa, quien plantea en su práctica que con las personas hay que trabajar desde sus potencialidades y desde sus posibilidades, no desde sus limitaciones.
Si nosotros empezamos por decir sobre un chiquito que a sus papás no les interesa, no sabe comportarse, no tiene motivación, no puede aprender de manera regular o lo que debiera ser, así, de entrada, situamos a nuestro estudiantado y a nuestras familias en una posición inferior, limitada en términos de recursos, que cuesta mucho trabajo vencer. El punto de partida debe ser reconocer esta diversidad como fortaleza. En este sentido, cuidar del reconocimiento significa proteger esas fortalezas que trae la diversidad y sentarlas como base de la transformación.
La segunda es la idea de entender el cuidado como una relación dialógica. Para entenderla, nos puede ayudar una famosa imagen del movimiento Black Lives Matter en Baton Rouge que se volvió viral. En la fotografía aparece una chica negra que se enfrenta sola a policías antidisturbios, y la policía se detiene frente a su postura corporal. Esta idea de relación dialógica es importante porque el cuidar, ser cuidadoso, ser cuidado, no es estático, sino que depende del contexto en que se mira y siempre moviliza el poder.
Nuestra posición frente al cuidado se va moviendo en las interacciones que tenemos y no se ve igual cómo cuidamos a un grupo y cómo cuidamos de la siguiente generación; tiene consideraciones diferentes a partir del reconocimiento de las características particulares de las personas. Este poder puede estar centrado en limitar el riesgo o la incomodidad, pero el poder desde esta lógica de justicia y de dignidad debiera ser sobre todo un poder para abonar, para facilitar decisiones autónomas y solidarias. Significa una ética rigurosa de mirarnos, reconocernos y trabajar juntos en situaciones particulares y cambiantes; es ‘poder con’ y no ‘poder sobre’.
La tercera es la idea de cuidado como práctica afectiva y acuerpada. Aquí entra lo relacionado con la importancia de la perspectiva socioemocional; se explica también con la importancia de reconocer el involucramiento del cuerpo en este proceso. Como estas nociones de pedagogía del cuidado están articuladas por perspectivas feministas, se reconoce al cuerpo no solo como instrumento que produce, sino que es una forma de habitarnos y de construir comunidad. Se valoran así las maneras en las que el cuerpo es afectivo y construye realidades. Esto puede ser problemático en sociedades como las nuestras, cuando también hemos reconocido que los cuerpos son fuentes de inseguridad, temor o violencia. En muchos contextos, se les pide a los docentes que no sean afectivos con sus estudiantes y que se limite, por ejemplo, el contacto físico, lo cual, en muchos casos, a nosotros como docentes nos genera temor y nos limita en las posibilidades que tenemos de interactuar con nuestros estudiantes. Si bien, yo que trabajo violencias entiendo la base de estas medidas, creo que evita entender que el cuidado es una experiencia corporal, por lo que creo que más bien tenemos que centrarnos en entender y reconstruir cómo son los afectos desde el respeto a la dignidad del otro o de la otra.
Un primer paso es tomar conciencia de nuestros lenguajes no verbales: cómo nos paramos frente al grupo, cómo miramos a los estudiantes que tienen más problemáticas o que consideramos más conflictivos, cómo ocupamos el espacio o dejamos que los estudiantes lo ocupen. Estos aspectos cotidianos son centrales para entender el cuidado de esta lógica afectiva y acuerpada. Cuidarnos desde estas perspectivas genera un sentido de pertenencia comunitaria y nos sitúa en una relación convivencial.
Lo ilustra bien una bella imagen de Liniers, un caricaturista argentino, en la que unos duendes protegen a otros con sus paraguas y no está cada quien bajo su propio paraguas.
Al cuidarnos colectivamente construimos una experiencia compartida que nos solidariza y nos ayuda a buscar soluciones creativas para atender problemáticas que encontramos en nuestras comunidades escolares.
Para cerrar, quiero dejar una última idea. Trabajar desde una lógica de cambio no es un proceso tan sencillo y no necesariamente te sientes cómodo. El conflicto y la incomodidad son partes fundamentales de los procesos de transformación. Estar en escuelas que cuidan significa que abrimos espacios seguros para evitar esa incomodidad, que nos permite leer críticamente nuestras realidades y buscar alternativas más de fondo. Algunas de las respuestas que damos en los colectivos docentes frente a los conflictos son, en realidad, respuestas para zafarnos de esa incomodidad, en parte porque nos encontramos comúnmente en situaciones de vulnerabilidad. La propuesta es sentar una base de cuidado que nos permita estar incómodos sabiendo que solidariamente buscamos movernos hacia situaciones de mayor justicia y mayor dignidad.
Quiero retomar una experiencia personal ligada a la colección El Barco de Vapor de SM. Cuando yo estaba en cuarto de primaria, murió mi hermana más chica. A mí me gusta mucho la escuela; era un espacio muy bueno para mí, pero no los recreos, que eran sumamente duros. No sé cómo, empecé a ir a la biblioteca escolar en los recreos, no era una práctica común, nadie iba, yo era la única niña que iba ahí.
La maestra responsable, que en mi cabeza siempre era la bibliotecaria Maru, se sentaba en el escritorio y me dejaba leer lo que yo quisiera. Así, me leí todo El Barco de Vapor de los ochenta. Mi incomodidad en ese espacio seguro de la biblioteca pudo trabajarse mediante las múltiples historias que se presentaban en los libros. Había un reconocimiento de mis condiciones particulares, se abría el espacio para que esas condiciones fueran una fortaleza y estaba la presencia acuerpada de la maestra que me acompañaba, no me decía nada, no recuerdo ni siquiera habernos abrazado, pero su presencia justificaba el que yo estuviera ahí, y ese espacio poco a poco se fue haciendo un espacio colectivo.
Finalmente volví a jugar en los recreos y regresaba de vez en cuando a ese espacio escolar que se había vuelto parte de la comunidad. Esa posibilidad y esa apertura de cuidado existe en las escuelas, y deben trabajarse, sistematizarse y hacerse las prácticas pedagógicas intencionadas.
Con esta comunicación he buscado compartir cómo el rol de la escuela de educar, para que el estudiantado se inserte en la sociedad, es profundamente cuestionado al darnos cuenta de la importancia que tienen los procesos de cuidado en la posibilidad de transformación. La mayoría de las escuelas ya tienen prácticas de cuidado, pero es importante potenciarlas entendiendo la educación como un espacio de cuidado.
Para movernos en esa dirección, he propuesto las ideas de Bennet y de Motta donde hablamos de que el cuidado puede ser reconocimiento, puede ser práctica dialógica y puede ser práctica afectiva y acuerpada.
Finalmente quiero recordar que el cuidado desarrolla pertenencia a la comunidad y que, desde perspectivas transformativas, abre esta noción de comunitaria para interrelacionarnos profundamente con el planeta.
Para cerrar, retomo algo de lo que escribimos Cecilia Fierro y yo en el libro antes citado de Convivencia educativa en tiempos de pandemia:
- Situar el paradigma del cuidado como base de la convivencia escolar desafía de fondo el quehacer de las instituciones educativas, y convoca a reconocer las violencias que están enraizadas en nuestros modos habituales de proceder y que requieren ser desnormalizadas. De ahí la importancia de profundizar la formación socio-afectiva e intelectual de los miembros de nuestra comunidad educativa, sin perder el vínculo con el horizonte social, cultural y ambiental. Lo anterior convoca a poner en movimiento un tipo de procesos educativos que ofrezcan experiencias vitales para desarrollar un profundo sentido de empatía hacia las situaciones que enfrentan los otros y las otras como seres humanos, pero también para sentir en el corazón los males que aquejan la vida planetaria y el sufrimiento de los otros seres vivos no humanos, como vía para asumir un compromiso activo que sume esfuerzos alrededor de un pacto con la vida, como lo comparten otros autores, como Guerrero, por ejemplo, en su texto. Estos son procesos donde tenga cabida la ternura, el reconocimiento, la diversidad, la solidaridad y la creación de futuros comunes y esperanzadores. El posicionamiento sobre convivencia escolar desde un paradigma del cuidado supone en última instancia resignificar de manera profunda el derecho al aprendizaje y conlleva un replanteamiento de la manera de entender y vivir en el quehacer escolar (Fierro y Perales, 2024).
Cristina Perales es doctora en Educación por el Institute of Education de la University College London, maestra en Ciencias Sociales por FLACSO-México y licenciada en Ciencias de la Educación por el ITESO. Es académica de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de la Educación en la Universidad Iberoamericana. Ha sido docente en la UCL, el ITESO, el ISIA y la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado con la SEP en el diseño de materiales de Formación Cívica y Ética. Pertenece al SNI como candidata, al Consejo Mexicano de Investigación Educativa, a la Red Latinoamericana de Convivencia Escolar y a la Comparative and International Education Society.
Referencias
- Anna Bennett, Sara Motta et al. (2018). “Enabling Pedagogies: A participatory conceptual mapping of practices at the University of Newcastle, Australia”, Centre of Excellence for Equity in Higher Education.
- Cristina Perales Franco (coord.) y María Cecilia Fierro Evans (coord.) (2024). Convivencia educativa en tiempos de pandemia: Cambios, retos y oportunidades para las relaciones escolares en América Latina. Libro electrónico. Universidad Iberoamericana A.C.
- Francesco Tonucci (1990). Con Ojos de Niño. Buenos aires: Barcanova Educación.