Educar lleva su tiempo (y la IA no lo sabe)

11 julio 2025
Para Nuccio Ordine la educación, las relaciones humanas y el vínculo con la vida necesitan lentitud, pero la IA empuja a la escuela en el sentido contrario (img.: iStock).

La inteligencia artificial (IA) ha llegado a las aulas de la mano del propio alumnado, y ya forma parte de los catálogos de formación docente. ¿Será el inicio de una gran transformación educativa? La tesis de un nuevo libro, de Carlos Magro y Tíscar Lara, es que la IA se alinea perfectamente con las promesas neoliberales de eficiencia y productividad, pero no revolucionará la educación porque camina en dirección opuesta a lo que la escuela necesita para una verdadera transformación.

En marzo de 2022, el inolvidable Nuccio Ordine era investido como doctor honoris causa por la Universidad Pontificia de Comillas, en Madrid. Ante una audiencia entregada, el profesor calabrés, fallecido en junio del siguiente año, aseguraba que “toda la cadena de la enseñanza se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de las empresas”, y criticaba la lógica economicista que ha generado una visión utilitarista de la educación, en la que la tecnologías tenía un peso importante: “la confusión entre la urgencia y la normalidad ha reforzado el número de los partidarios convencidos de que la escuela moderna es una cuestión de ordenadores y de pizarras conectadas, y no de buenos profesores”, sostenía.

Su tesis no era nueva; la presentó meses antes en una tribuna publicada en El País en la que, bajo un titular provocador –Los estudiantes no son pollos de engorde-, criticaba la renuncia de los centros educativos en su función esencial: “formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y de conciencia civil”. Ordine denunciaba que “toda la cadena educativa se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de la empresa. En definitiva, las teorías neoliberales han impuesto sus principios al mundo de la educación”. Frente a la prioridad de las “competencias” y “habilidades” que han contribuido a crear una peligrosa visión utilitarista del estudio, el autor de La utilidad de lo inútil (2013) recomendaba “reducir la velocidad”, “perder tiempo”, porque, “si lo consideramos bien, el conocimiento, las relaciones humanas y nuestro vínculo con la vida necesitan sobre todo ‘lentitud’.”

“El conocimiento, las relaciones humanas y nuestro vínculo con la vida necesitan, sobre todo, lentitud”

El mensaje de Ordine conecta con el sentido profundo de la palabra ‘escuela’, que, como señala Irene Vallejo, procede del griego scholé, que significa ocio, tiempo libre: “Nuestros antepasados pensaban que las horas de estudio son un recreo para uno mismo, frente al trabajo, que te pone al servicio de un amo o del dinero”. Pero las directrices de los organismos multinacionales -cuestionadas por Ordine-, que condicionan cada vez más los parámetros internacionales de la educación, se mueven con una lógica opuesta, de orientación a resultados, buscando la eficiencia del sistema. Nada más lejos de ese tiempo lento y gozoso de la scholé griega.

La educación no puede ser reducida a un proceso técnico

Las teorías neoliberales sueñan con un modelo de educación fácil de aplicar y de escalar, como una especie de franquicia en la que unas metodologías contrastadas (e incluso respaldadas por las evidencias) se apliquen con una precisión técnica que asegure los aprendizajes, independientemente del profesorado y del contexto. La verdad es que si esto funcionara sería el final de las escuelas y de los docentes, porque una educación como esta sería fácilmente automatizable, y se cumpliría el vaticinio de algunos visionarios tecnológicos -entre ellos, Bill Gates- sobre la probable sustitución de los docentes por IA.

Pero la educación es una interacción profundamente humana, basada en la relación directa, respetuosa y cordial entre un adulto formado y un aprendiz. Por ello, educar es una operación incierta e imprevisible, que no se puede automatizar. Esto es lo que Gert Biesta (2017) llama “el bello riesgo de educar”, el riesgo de que las metodologías no funcionen, porque no educamos a robots, sino a seres humanos singulares e impredecibles. Para Biesta, la educación siempre implica un riesgo porque no se puede ver a los alumnos como objetos para ser moldeados o disciplinados, sino como sujetos de acción y responsabilidad. Por tanto, educar es asumir la fragilidad de la relación de aprendizaje y requiere tiempo y espacio para hacerlo bien y con todas las personas. Educar lleva su tiempo.

Incluso las evidencias tienen sus limitaciones, porque lo que funciona en una clase puede no funcionar en la de al lado, o con distintas edades, o a diferentes horas, o con otras materias, o no con todo el alumnado. Como explica Héctor Ruiz (2020, p. 11), “ningún método educativo es infalible siempre, ni para todos los estudiantes, ni para todos los propósitos, ni para todos los contextos”.  Y lo expresaba con rotundidad el sociólogo Julio Carabaña, siempre antitético: “dame una evidencia educativa y yo te encontraré a un alumno con el que no funciona” (una afirmación que, por otro lado, podría suscribir cualquier docente). En este sentido, en el prólogo del excelente libro de Geoff Pety, Una educación basada en evidencias (2023), el propio John Hattie reconoce que “evidencia es seguramente el término más controvertido en nuestra profesión. Algunas personas dan preferencia a la evidencia publicada en revistas, otras a su experiencia como docentes; pero la habilidad está en combinar estos dos tipos de evidencias” (Petty, 2023, p. 6).  

De modo que hay saber combinar la información de los metaanálisis, que son orientaciones estadísticas sobre lo que funciona en educación, con el saber experto de los equipos docentes, que tienen tomado el pulso a su alumnado y a su contexto concreto. Por ello, para enseñar no hacen falta recetas, sino un equipo docente capaz de discernir, en todo momento, sobre lo que es pedagógicamente pertinente.

Una relación con costuras

Se atribuye a Noam Chomsky la idea de que educar no debe parecerse a llenar una botella, sino a ayudar a una flor a crecer a su manera. La escuela sería ese espacio de maduración en el que las personas florecen sin presiones externas. Pero las tecnologías digitales son aceleradores de los procesos del sistema educativo y, además, amplifican el efecto de dichos procesos: mejoran lo que va bien y empeoran lo que va mal.

En este sentido, las tecnologías digitales y, especialmente la IA, el gran acelerador, se alinean perfectamente con las promesas neoliberales de eficiencia y productividad, como si la educación pudiera reducirse a un proceso mecánico y preciso. Pero la IA generativa no revolucionará la educación porque camina en dirección opuesta a lo que la escuela necesita para una verdadera transformación.

Esta es la tesis central del libro “IA y Educación. Una relación con costuras”, de Carlos Magro y Tíscar Lara, presentado recientemente en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid. Para los autores, las promesas de la IA en la educación (productividad, eficiencia, automatización y personalización) están mal planteadas y, lejos de suponer un beneficio, esconden serias amenazas de acelerar aún más las propias debilidades de la educación y contribuir a su colapso.

Carlos Magro y Tíscar Lara durante la presentación del libro en el Espacio Fundación Telefónica, Madrid, en julio de 2025 (img.: EDUforics).

Explicaba en la presentación Tíscar Lara que el mundo de la tecnología nos prometía algo sin fricción, sin costuras, una especie de plug and play que hace que el uso de los dispositivos cada vez más fácil y transparente. La tecnología y la IA generativa, especialmente, nos promete eliminar las costuras, pero aprender exige esfuerzo, y la IA pone en peligro el proceso de aprendizaje. La educación trabaja desvelando costuras, porque trabajamos con seres humanos vulnerables. 

Por ello, sostenía Lara que no debemos sumarnos acríticamente a la ola tecnológica de la IA, a la ansiedad del ahora o nunca, a la urgencia de hacer algo con IA sea como sea. En muchos centros educativos, la IA es la nueva guinda imprescindible para que algo sea innovador. Necesitamos tomar las riendas, y preguntarnos si usamos la IA porque nos arrastra la ola o por agencia propia, por nuestra iniciativa. 

“En muchos centros, la IA es la nueva guinda imprescindible para que algo sea innovador”

Carlos Magro recordaba que la educación actual está orientada a resultados, a la cualificación y la eficiencia, y la IA va en el mismo sentido, porque está enfocada a acelerar los resultados. Pero es absurda la búsqueda de una educación eficiente y sin errores, porque nos lleva a la burocratización, a tratar de eliminar riesgos de que algo salga mal, a un proceso de racionalidad -de la mano de las tecnologías- que viene impuesto desde fuera de la escuela.

En este escenario de eficiencia la IA tendría mucho que aportar, porque trae velocidad y orientación a resultados. La IA sería una gran aliada para esos objetivos de eficiencia y productividad que defienden las políticas educativas, para la estandarización de unas competencias muy concretas, pero lo que necesitamos es justamente lo contrario, un sistema que no busque productividad, sino que eduque para enfrentamos a la incertidumbre, para saber qué hacer cuando nos enfrentemos a lo que nadie nos explicó antes. Y en esto la IA no es muy buena, porque está entrenada con lo que ya existe, así que tendríamos que verla, más bien, como un espejo que refleja el pasado. Por eso, insistía Magro, la IA no tiene mucho encaje en la educación. 

“La IA está entrenada con lo que ya existe, por lo que es, más bien, un espejo que refleja el pasado”

Recordaba Magro que para educar frente a la incertidumbre necesitamos volver a la scholé griega, que entiende la escuela como un espacio para darnos tiempo, para equivocarnos, para madurar… Este enfoque va en contra de las políticas públicas, y también en contra de la eficiencia tecnológica, de la idea de que con menos recursos conseguiremos más resultados.

Para Pepe Cerezo, presentador del acto y director de la Biblioteca Digital Journey, en la que se enmarca la obra, la escuela debería ser menos un espacio de adaptación acrítica a los desarrollos tecnológicos y más un lugar de resistencia propositiva. No se trata de negar los avances, sino de tomar en serio sus implicaciones, de reclamar agencia en las decisiones y de establecer los ajustes necesarios desde los objetivos educativos y los valores que queremos preservar, como el pensamiento crítico, el tiempo lento, el error como parte del aprendizaje y la singularidad de cada trayectoria. Recordaba que la IA no es neutral: está atravesada por intereses y lógicas de poder, por lo que la responsabilidad de la escuela no es adaptarse pasivamente, sino convertirse en un espacio de resistencia propositiva.

Sin duda, la educación no puede ser reducida a un proceso técnico y automatizable. Probablemente nos dirigimos a una sociedad más desigual, en la que las familias con recursos económicos podrán optar por una educación presencial y con personas, que respete el ritmo de maduración, y quien no pueda irá a una escuela con menos apoyos humanos y más tecnología. De ser así, estaríamos comprometiendo los valores esenciales de la educación. 


Referencias

  • Carlos Magro y Tíscar Lara (2025). IA y Educación. Una relación con costuras. Madrid: Digital Journey – Trama.
  • Héctor Ruiz (2020). ¿Cómo aprendemos? Barcelona: Graó.
  • Nuccio Ordine (2013). La utilidad de lo inútil. Madrid: Acantilado.
  • Geoff Pety (2023). Una educación basada en evidencias. Madrid: SM.
  • Gert Biesta(2017). El bello riesgo de educar. Madrid: SM.